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La pandemia. Reflexiones a la luz de la antropología y la historia

La pandemia. Reflexiones a la luz de la antropología y la historia.

En materia de política y de análisis de la realidad social no me gusta apelar a las emociones. A estas las dejo para canalizar el amor que siento por todos los que me rodean y que quiero; las dejo para alimentar mi espíritu; para parar el tiempo con mis sueños, mis anhelos y los estímulos que percibo con los sentidos. Cuando trato de comprender la realidad política y social, hago todo el esfuerzo posible por situarme en el lado de la razón, aislarme de la pasión y someterme al rigor del entendimiento de las cosas. Dejo en la trastienda mi parte artística y emocional y me transformo en lo que de racional me ha hecho mi profesión como científico social o como intelectual. Examino los datos y cuando los quiero analizar, los someto al rigor de un método científico, a sabiendas de que lo hago desde un determinado planteamiento epistemológico. Ni que decir tiene, que esto supone apartar del análisis cualquier atisbo de ideología.

Siempre que tengo ocasión, explico que las ideologías, todas, son representaciones falsas de la realidad, por muy coherentes que quieran sernos presentadas. Foucault hablaba del ejercicio del poder sobre las personas desde la sumisión de los cuerpos por el control de las ideas. Justamente es lo que en nuestra sociedad predomina y que en la presente crisis epidémica no sólo no se abandona, sino que se refuerza, tanto por los responsables políticos, como por sus extensiones, los grandes medios de comunicación, y también por las redes. En el momento que estamos viviendo la mayor parte de las personas estamos apelando a los sentimientos, a las emociones y a las bajas pasiones, y esto se alimenta desde las ideologías, que operan como un cincel grabando en las mentes sus mensajes para someter a los cuerpos a su control. Cierto que las ideas pueden servir para construir utopías y horizontes de salvación, más o menos realizables, o para cambiar la realidad, pero no para entenderla.

Pero ¿por qué se recurre a tanta ideología y por qué tiene tanto éxito? Porque el hombre se puede apartar de todo menos de sus profundidades, de lo telúrico que hay en él, de sus ansias de lo absoluto, de sus pasiones, de sus credos; es decir de su lado emocional, de lo animal. Y si bien de aquí nace su fuerza creadora, también surge la destructora. Es entonces cuando se aleja de la razón, que con sus códigos de lenguaje, de abstracción para comprender lo que no vemos, nos ha llevado a lo humano, a transformar la animalidad más primitiva en humanidad y de esta forma a su supervivencia. Quiere esto decir, que si alimentamos el lado sentimental y la animalidad, entonces, el equilibrio teorético, entre sentimiento y razón que ha hecho que la humanidad triunfe, se rompa del lado de lo animal, y lo humano desaparece. Petrarca decía que la razón habla y el sentimiento muerde. Si cultivamos la parte sentimental animal, convertimos al hombre en bestia y a la masa en lo bestial. Los ejemplos de estos desequilibrios están salpicados en toda la historia; baste recordar la época de los totalitarismos, con sus ideologías del odio, para ver hasta qué punto el hombre, por muy culto que sea, se convierte en animal; y no me refiero sólo al fascismo, me refiero también al comunismo, al nacionalismo y otras ideologías. No hay sistema social donde el hombre se haga bueno. Es siempre el mismo, capaz de hacer el bien y el mal, y el resultado de aquellas experiencias totalitarias debería enseñarnos de lo que somos capaces cuando se empuja al hombre hacia su animalidad.

Hoy nos encontramos ante una de esas situaciones que nos depara la historia, que la hace el hombre. Y cuando digo el hombre me refiero al ser humano que en busca de su felicidad, seguridad, bienestar, se hace ambicioso, egoísta y muchas cosas más, que nos explica la antropología y que ayudan a entender que el hombre nunca se conforma y quiere asegurar el mañana de manera ilimitada. Eso lo ha llevado reiteradamente en la historia a enormes catástrofes. Baste recordar, que en el siglo XIV el hombre europeo a través del comercio con Oriente, importó el bacilo de la pasteurella y provocó la famosa Peste Negra, que mató a la mitad de la población de toda Europa. Pero lo peor de aquella pandemia fue que desestructuró todo el sistema, con un desorden socioeconómico y político que se llevó por delante vidas de inocentes y haciendas, y aportó odio, mucho odio, miseria, desolación, persecuciones, guerras civiles y caos. Y aquella situación duró un siglo y medio, año arriba, año abajo. No les voy a contar esta historia, que muchos conocerán y que tengo escrita en alguno de mis libros. Lo único que diré, es que se salió de aquello cuando hubo un proyecto coherente que produjo un cambio de cosmovisión, esto es, cuando se entendió la nueva realidad y se adecuaron las estructuras a ella dejando atrás los demonios que nos construimos.

Estamos en una situación difícil, que nos debe hace reflexionar sobre la peligro de activar la animalidad y sobre cómo salir de esto con el menor daño posible. Y es que es difícil afrontar las desgracias cuando no sabemos dónde estamos. Hoy, además de lo epidémico nos encontramos ante un cambio de cosmovisión que no entienden, ni nuestros políticos, de aquí o de allá, ni los comunicadores sociales, ni los operadores del marketing político que, con sus viejas y caducadas ideologías, son los creadores de opinión y de quimeras para las masas, que solo piensan en el ahora. Y lo que es más grave, la crisis actual, no se resuelve activando la animalidad desde las ideologías.

Mirémonos a nosotros mismos con un poco de perspectiva histórica y sociológica. El hombre apolíneo y prometeico, salido del movimiento ilustrado que ejemplificaba el progreso y la esperanza, se ha tornado en Dionisios que sólo busca el hedonismo, el placer, lo momentáneo; el Yo absoluto, ese es el arquetipo de hombre individual al que hemos llegado. La cumbre del antropocentrismo. La propia idea de progreso, orientada a la conquista mítica y utópica del futuro, se ha salido de la secuencia del tiempo quedándose en el presente, en lo instantáneo; el pasado se ha hecho inútil y el futuro distópico, retrotópico o cuando menos nostálgico, con la consiguiente pérdida de la Esperanza. La razón se ha transformado en deseo, en lo que Yo quiero y elijo, que es el consumo. Este consumo nos ha transformado a los ciudadanos en consumidores, también de la política. Y hasta el poder de la palabra, como instrumento de comunicación y encuentro, lo que nos define como humanos, ha sucumbido frente al poder seductor de la imagen, del espectáculo y del verbo arrojadizo (los mal llamados debates, que debían llamarse combates); la palabra dialógica, la persuasión, lo intelectual, la dialéctica se ha esfumado, porque tiene muy poco que hacer frente a cualquier imagen-espectáculo que provoque emoción y sentimiento y que nos aleje de la razón. ¿Cuándo vemos, a los que saben, dialogando, persuadiendo, razonando, hablando? Sin embargo nos apabullan los seductores, convertidos en imágenes impostadas y estudiadas que sólo saben apelar a la emoción y las pasiones para someter a los cuerpos a un control ideológico, que ni ellos conocen (dejo a parte, para otra ocasión, a los nuevos fenómenos de “youtubers” e “influencers”). Decía Chomsky que hoy el control de las personas no se hace por la fuerza, sino actuando sobre sus conciencias. La política es marketing que inscribe en las mentes mensajes de adiestramiento y sumisión en una sociedad individualista y cuya acción se sustancia en la conquista del poder para utilidad de grupos oligárquicos reducidos (partidocracia) y alejados de la comunidad política de la que se sirven pero a la que no sirven. Las campañas políticas que nos venden deberían avergonzarnos, en lugar de hacerlas nuestras y usarlas como argumentos contra nuestros adversarios ideológicos. El ciudadano es un consumidor de todo y, desde luego, de ideologías políticas que se utilizan para indoctrinar y someter, pero no somos partícipes de la política. Nos han convertido en un ente social para ser manipulado. El mismo Chomsky decía que la manipulación de los medios era más letal que la bomba atómica porque destruye los cerebros. Ya no hay personas, todo son tendencias, tomadas de los Big data, que actúan sobre los cerebros debidamente clasificados por segmentos sociales.

Estamos en contra de la Verdad. La Verdad ya no existe porque se han construido tantas verdades como individuos. Hoy todos tienen SU verdad, que confunden con su credo, y exigen que la respeten. La Verdad, la fuerza que ha impulsado al saber, se ha ahogado en esa cultura líquida de Bauman. Ya no se puede buscar porque se maneja a gusto de cada cual, es un traje a la medida. Este es el caldo de cultivo de las fake; es lo que ahora llaman, con total naturalidad y sin rubor, posverdad. Vivimos, por tanto, fuera de la Verdad, nos lo dicen y lo aceptamos. Ahora el necio vale más que el sabio. Hoy se acepta al mentiroso con naturalidad. No importa lo falso que sea si su discurso cuadra con lo que cada uno cree. Los mensajes son debidamente instrumentalizados con un lenguaje condicionado y pervertido por las ideologías para penetrar en las mentes y apropiarse de ellas. Así se crean o inventan unas nuevas identidades a base de crear a un Otro que hace al Yo diferente y que obliga a identificarnos por oposición a ese Otro. Nada más alejado de la fraternidad universal. En nuestro ámbito nacional, apartado el intento de la transición, no nos hermana la identidad del ser español, nos la da ser de izquierdas o de derechas, ser feminista o machista, ser separatista y otras que nos imponen. Pero esto es pura invención, son cosas recién inventadas porque opera para la manipulación. La sociedad de explotados y explotadores está periclitada hace muchos años. Hoy la sociedad es otra cosa mucho más sofisticada.

La sociedad disciplinaria (Foucault) del deber, en la que crecimos los de una determinada generación, ha desaparecido y se ha tornado en lo que el filósofo (Byung-Chul Han) llama sociedad del cansancio. Esta sociedad se fundamenta en el nuevo paradigma que él denomina neurológico, donde el YO DEBO se sustituye por el YO PUEDO. El individuo se somete libremente a la positividad que le viene impuesta por el SI PUEDO con el resultado de personas psíquicamente enfermas –yo suelo decir que hasta psicopáticas—porque el enemigo, contrariamente a la sociedad del deber, de lo que se debe hacer, está dentro de cada uno, y eso produce enfermedades neuronales (…Estrés, fatiga, depresión y otras enfermedades hasta el cansancio). La positividad, la apertura a sus multitareas, el imperativo del rendimiento y la auto-explotación son nuestra propias cadenas que no nos permite mirar más allá del WhatsApp; nos alejan de la contemplación, del pensar, de controlar los instintos y las pasiones y eso nos devuelve al animalismo. Estamos en la individualidad absoluta, sumergidos en subjetivismos emotivos y muy alejados de la objetividad y de la razón kantiana. Hemos acabado con todo lo que tiene raíces. Nada permanece. Todo se hace viejo cuando dejamos de mirarlo. Todo hay que cambiarlo, todo es efímero, utilitario, de usar y tirar. Hasta lo que algunos llaman cultura. La cultura enraizada en la tradición, la que da armazón y consistencia a una sociedad, no existe. Estamos en la “cultura” gaseosa y volátil donde domina la opinión momentánea, inventada, manipulada por opinadores de profesión que han elevado a la categoría de normal lo absurdo. Dejo fuera de este resumen una referencia específica a los “millennials” y la generación “Z”, los adictos a los likes, grupos o cohortes más duramente afectados por las redes sociales, los medios telemáticos y de manipulación cerebral, que ellos creen que son para SU libertad de pensamiento y de información.

Estas son algunas de las partes constitutivas de nuestro sistema social moderno, no lo que nos quieren hacer creer. Este es el mundo de los últimos años que se ha hecho global. Algunos lo han llamado la sociedad de la abundancia, de la información, pero también la del cansancio, neurológicamente enferma. Un modelo social universal cuya estructura económica se ha revelado disfuncional en muchos sentidos. ¿Quiere esto decir que debemos volver a la “tribu”? No lo creo, aunque no faltarán los que lo propongan con esta crisis. Muchas disfunciones aparecen en ese globalismo que determinados movimientos fuertemente ideologizados, no tardarán en aprovechar en su favor. Pero no pienso que deban ir por ahí las cosas. Deberían discurrir por el entendimiento de la nueva cosmovisión que nos está afectando y que supera a la percepción de esa realidad que tienen todos los políticos del mundo. Habría que convocar a la inteligencia mundial, que es mucha, y está “confinada” desde hace tiempo en sus estudios y conocimientos, pero a la que nadie escucha porque ni se sabe que existe y porque es ajena a los espectáculos de consumo y produce “pereza”.

Este confinamiento nos está dando la posibilidad de pensar y reflexionar, de salirnos de la manipulación constante si nos lo proponemos. Cierto que los WhatsApp no nos dejan mucho tiempo para la reflexión, pero hemos recuperado la posibilidad de hablar, de escuchar a los amigos y de pensar, porque la televisión ya aburre a muchos. Tenemos la oportunidad de meditar sobre lo que somos y a dónde vamos. Esta situación nos destapa una corrupción menos visible, la de la mala utilización de los dineros públicos que salen del sudor de los contribuyentes, y sobre todo la corrupción de las mentes mediante la utilización espuria de la perversión del lenguaje que inocula odio en busca del conflicto a través de la invención de grupos sociales contrapuestos ¿No nos damos cuenta que estamos asistiendo a la ruptura de la armonía social que fue lo que buscó la transición y lo que hace a una nación grande? ¿Es tan difícil entender el enorme peligro que eso comporta para una sociedad?

Las crisis son el origen de nuevas oportunidades y posibilitan mandar a la basura los desechos en descomposición que todas las sociedades acabamos generando con el discurrir del tiempo. La historia nos enseña que todos los sistemas sociales, después de una difícil búsqueda de relativa armonía, tienen una etapa de esplendor y cuando alcanzan la cima de la prosperidad acaban por decaer; en el Antiguo Testamento las vacas gordas van seguidas de vacas flacas. Lo que nos está pasando no es culpa sólo de unos pocos, sino de la sociedad en su conjunto para entenderse; por su ceguera y su soberbia. Hace años me preguntaba un periodista, a propósito de la crisis de 2008 ¿cómo puede decir que las crisis no son ni buenas ni malas con cinco millones de parados? Le respondía que una crisis social es como una enfermedad biológica donde la fiebre o la sintomatología te avisa de que no estás bien; a partir de ahí, tú decides si vas al médico a curarte, o te dejas morir. Las crisis dan la oportunidad de sanar al cuerpo social. De las caídas y de saber enfrentar el sufrimiento se sale fortalecido, porque nos enseñan lo mucho de lo malo que hemos hecho. Estas circunstancias nos obligan a repensarnos y a intentar conocernos mejor como personas, que no dioses, y a saber que dependemos de la colectividad. La fractura nos debilita. Nuestros ancestros primitivos sobrevivieron y superaron a los peligros y a las fieras porque se unieron con la ayuda del lenguaje, y las civilizaciones se levantaron para que la humanidad no sucumbiera al encerrarse en las tribus.

Me atrevo a no perder la Esperanza y ante lo que veo me arriesgo a formular, ahora sí, algunas ideas, para eso que algunos llaman sociedad civil, muy consciente que muchos las rechazarán por imposibles. Yo mismo soy de los que así lo creen, pero no puedo dejar de pensar en el modelo que el politólogo americano Lustick explicaba: cómo, en determinados momentos de los cambios sociopolíticos, lo que es imposible para un tiempo de la historia, pueden convertirse en posibles y hasta hacerse probables a partir de determinadas acciones y circunstancias. En cualquier caso, es una forma de no perder la Esperanza. También la historia enseña, sobre todo en los momentos críticos, que las terceras vías tienen pocas posibilidades, al menos a corto plazo. En las radicalizaciones opera el estás conmigo o contra mí. Esto le pasó a Erasmo de Róterdam en el siglo XVI durante los conflictos confesionales entre católicos y protestantes, así como a Jovellanos, a Feijoo y a tantos otros.

España atraviesa una situación muy difícil y no sólo por la crisis epidémica, geopolítica y global, sino por la coyuntura política interna del país, en tanto que comunidad política. Estamos perdiendo una mínima y necesaria vertebración. Ciertamente, tenemos un gobierno democrático porque ha salido del resultado mayoritario de la representación de la soberanía nacional, conformada por el voto de los ciudadanos en las urnas. Hasta aquí, nada que decir, independientemente de sus disfunciones, es la ley. Es el juego de la democracia en circunstancias más o menos normales, siempre que consideremos que la crisis del Estado autonómico -el separatismo—forma parte de lo normal. La cuestión ahora, con la crisis del Covid19, es que nos enfrentamos a una catástrofe global en la que se subsume la nacional. Los problemas políticos internos ahora deberían quedar relegados ante una situación de extrema gravedad, ante un enemigo no inventado, un virus desconocido que ataca a toda la humanidad, de la que se derivarán importantes consecuencias sociales, económicas y hasta culturales. No es la primera vez que pasa esto en la historia. Ya he hecho referencia a la crisis del siglo XIV que alumbró un mundo nuevo, el que culturalmente conocemos como Renacimiento. No hay solo este ejemplo. En épocas más recientes, a principios del siglo pasado, en 1917 se desató el famoso virus de la gripe, conocida como gripe española porque aquí causó verdaderos estragos, y se llevó por delante decenas de millones de vidas, además de las que ya había causado la Gran Guerra. El resultado de aquella convergencia de acontecimientos fue que el mundo cambió, no sin dejar un largo periodo de angustia, la muy conocida gran depresión o el crack del 29 y lo que vino después, con los totalitarismos de ambos signos (en los que no fue mejor uno que otro) y que desembocaron en la II Guerra Mundial. Ese fue el colofón del largo camino que hubo de recorrer la historia al no interpretarse bien lo que ocurrió a principios de siglo. ¡La salida en falso de la I Guerra Mundial nos llevó a la II Guerra! Deberíamos aprender las lecciones del pasado. Las circunstancias citadas deberían movernos a la reflexión aunque “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”, hoy deberíamos aparcar nuestras diferencias ideológicas, porque lo prioritario no es el mundo que cada uno desea, sino salvar el soporte que nos queda: la nación unida es la tabla de salvación.

Para España yo propondría, (esto si es un ideal porque cualquier racionalidad lo desestimaría) que la sociedad no política, la de los contribuyentes, dejáramos de entrar en el juego que nos proponen los partidos, los agitadores sociales y los “mass media” de enfrentar unas ideologías con otras; eso es para los momentos de estabilidad. Porque, tal como llevamos expuesto, el enfrentamiento ideológico nos conduce a la animalidad y nos aparta de la razón, y sin esta no se puede hablar de racionalidad. Esta es la mejor y única manera de unirnos como españoles, como la nación histórica que somos para enfrentar fraternalmente la actual crisis. Ya vivimos momentos trágicos en que la nación abandonada por sus responsables políticos, supo responder con unidad frente al invasor francés y contrariamente a lo anterior, conviene recordar la pasada Guerra Civil que enfrentó a la nación en visiones ideologizadas. Ya sé que mi propuesta comporta buenas dosis de idealismo y que no tiene por qué ser realidad. Siempre recuerdo a Ortega cuando distinguía entre el Deber ser y lo que en realidad Es. Pero también recuerdo a Lustick, cuando explica cómo una cosa imposible puede convertirse en probable.

El Estado nacional se fundamenta en la representación delegada por el voto ciudadano que es la soberanía nacional. Soberanía no es poder, es legitimidad. Por tanto el pueblo es el soberano, no tiene poder pero lo fundamenta y legitima. Nace así el poder para su ejercicio que en teoría, se organiza en el Legislativo, donde nacen las leyes, en el Ejecutivo que las ejecuta y en el Judicial que garantiza que su ejercicio práctico se ajuste a derecho. No es este el lugar ni el momento de analizar si toda esta teoría se cumple o no. Digamos que esa división de poderes muestra grietas. Ahora bien una de las disfunciones más graves reside en el sistema de representación a través de los partidos. Estos son la vía institucional para canalizar las demandas sociales en la sede de la soberanía. El desarrollo de este sistema de partidos ha derivado en una partidocracia (aristocracia corporativa), quiere esto decir, que ha acabado predominando el interés corporativo de los partidos frente al de sus representados, así se manifiesta en la disciplina del voto que se antepone al de los compromisos electorales, en perjuicio de los representados. Es probable que esto unido a la corrupción haya dado lugar a la caída del bipartidismo y al surgimiento de nuevos partidos, que nacieron con vocación de renovar a los viejos, pero han sido fagocitados por dicho sistema. Estando esto dentro de la legalidad, supone de hecho, el secuestro de la democracia por los partidos por cuanto anteponen el interés corporativo al interés general. En unas circunstancias como las actuales esto deja a los ciudadanos desarmados, vulnerables y sometidos a manipulaciones constantes porque, como llevamos explicado, no fluye la verdad y todo se convierte en el interés del partido, con una mayor radicalización e incremento de la fractura social.

Muy poco veo que se pueda hacer, porque el Estado concentra en régimen de monopolio todo el poder, pero algo sí. Primero, recuperar el conocimiento de la realidad, este ensayo es un modesto acercamiento. Segundo, no hacer caso del exceso de información, siempre la dan procesada (“cocinada”) y cuya abundancia constituye la mejor forma de tapar la verdad como única forma de conocimiento. Tercero, desplegar nuestro espíritu crítico y huir de las manipulaciones, tanto mediáticas como partidarias. Cuarto, activar la presión social ejercitada de buena fe y sin partidismos, promoviendo un gran movimiento social en cuya cabeza pidamos que se sitúen aquellos que tuvieron responsabilidades políticas en el pasado de uno y otro signo, a fin de exigir la unidad de partidos en la sede de la soberanía nacional para construir una mayoría lo más representativa posible para enfrentar la crisis epidémica y la catástrofe económica y social que vendrá. Solo así se podrá superar la manipulación partidista y recuperar el control de la soberanía. Quinto, unidad en torno a la Constitución. Se pueden añadir los puntos que se quieran.

Ya sé que hay responsables políticos, acostumbrados a la partidocracia, para los que nada de esto entra en sus planes. Se trata de que, ante la falta de un liderazgo nacional, sea la nación, en un proceso de integración de distintos sectores sociales, la que se ponga por delante y exija a sus representantes que cumplan con lo que les piden sus representados. De esta forma, se distinguirían aquellos que sirven al pueblo de los que solo buscan proyectos hegemónicos a fin de excluir y segregar a una parte de los españoles. Tornemos esta desgracia, que solo hemos empezado a vivir, en probabilidad de una fraternidad nacional, con el respeto del Otro, base para el funcionamiento sano de una democracia. Democracia no es votar; es dejar de ser sumisos a los partidos para atender al interés general; es respetar al adversario y me temo que vivimos tiempos de escaso respeto de unos a otros. Abramos los ojos, dejemos las voces que nos incitan al enfrentamiento y pensemos por nosotros mismos. Esta sería la democracia de abajo hacia arriba.

Hace poco, leía al historiador Harari, que decía que el homo sapiens fue capaz de conquistar el mundo por el lenguaje. Espero que no seamos capaces de destruirlo también con ese mismo instrumento. Aprovechemos para exigir y desterrar las falsedades y perversiones de los significados de las palabras para que nuestros cerebros estén limpios.

Aficionado al flamenco no puedo dejar de acordarme de unos compases en que con grito de lamento la cantaora Lole Montoya recitaba: “El cardo siempre gritando y la flor siempre callá, que grite la flor y que calle el cardo y todo aquel que sea mi enemigo que sea mi hermano”. Pónganle música y vean en el cardo al que ustedes quieran, pero en la flor al pueblo o a la nación

 

José Ignacio Ruiz Rodríguez

Catedrático de Historia Moderna (UAH)

[email protected]


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